
Una vez tuve la oportunidad de visitar el campo de exterminio de Treblinka, en Polonia, junto a un grupo de jóvenes educadores de América Latina. Frente al inmenso monumento de piedra construido en el lugar donde en otros tiempos se encontraba la tenebrosa cámara de gas, una de las integrantes del grupo pidió permiso para leer una carta que había escrito en homenaje a su abuelo, una de las ochocientas cincuenta mil víctimas asesinadas en ese lugar. Entre lágrimas, la joven se preguntaba cómo era posible que en las ciudades la gente siguiera con sus vidas normalmente, aun sabiendo que a unos pocos kilómetros de sus casas existían campos de trabajo forzado y de exterminio. Fue en ese momento cuando me fijé en el abrigo que la joven llevaba puesto para protegerse del intenso frío polaco. Lo que llamó mi atención fue el gran y brillante logotipo estampado en la parte trasera del abrigo, evidenciando el nombre de una empresa que, la semana anterior, había sido acusada de utilizar mano de obra esclava en sus producciones.
Esta historia me recuerda a otra, sobre el famoso rabino lituano Israel Salanter. Se cuenta que cuando era joven, el rabino Salanter quería cambiar el mundo, pero al ver que era una tarea demasiado difícil, decidió intentar cambiar su país. Cuando se dio cuenta de que también sería demasiado difícil cambiar su país, resolvió enfocar sus energías en cambiar su ciudad. Sin embargo, al no lograr cambiar su ciudad, decidió intentar cambiar a su propia familia. Al no poder cambiar ni siquiera a su familia, y ya en edad avanzada, se dio cuenta de que lo único que realmente podía haber cambiado era a sí mismo. Entonces comprendió que, si hubiese comenzado por transformarse a sí mismo, podría haber influido en su familia. Su familia podría haber influido en su ciudad, que a su vez podría haber impactado al país y, con ello, haber producido algún cambio en el mundo.
¿Cómo, entonces, proporcionar procesos educativos que sean realmente transformadores? ¿Cómo evitar las disonancias cognitivas y encontrar caminos que puedan tener un impacto verdaderamente positivo en la vida de la comunidad?
Me parece que una posibilidad es aquella que nos acompaña desde los tiempos bíblicos, cuando resonó desde los confines del Edén la gran interrogante: ¿ayeka? ¿Dónde estás? La capacidad de reflexionar sobre uno mismo y percibir los impactos causados por la propia conducta nunca ha sido tarea sencilla. No es necesario ser psicoanalista para percibir las resistencias de las personas frente a la invitación de mirar hacia las profundidades del alma. Y esto no es nuevo; basta recordar que Adán culpó a Eva, y Eva culpó a la serpiente. Frente a ayeka, la postura de los fundadores de la humanidad fue esconderse.
Es con Abraham que aprenderemos la postura correcta y efectiva frente a esta aterradora pregunta sobre dónde estamos: hineni, heme aquí. Pero no nos engañemos: no es fácil responder hineni. De hecho, pasamos buena parte de nuestras vidas –y algunos toda la vida– intentando descubrir dónde estamos, qué lugar ocupamos en el mundo, cuál es el sentido de nuestra existencia. ¿Será, entonces, que un camino hacia una educación significativa no sea justamente proporcionar a nuestros alumnos las herramientas y vivencias necesarias para encarar el ayeka? Un ejemplo exitoso de este proceso puede ilustrarse con el rabino Lau, quien sobrevivió a los campos de concentración y se convirtió en Gran Rabino de Israel. Según él, la pregunta judía frente a la Shoá no es “¿dónde estaba Dios?” (la inversión completa de ayeka), sino “¿dónde estaba el Hombre?”.
No por casualidad, en la secuencia del texto surge la segunda interrogante: ¿Ey hevel ajija? ¿Dónde está Abel, tu hermano? Vale notar el orden de las preguntas: primero ayeka, luego ey ajija. Señalar con el dedo puede ser una vía de escape tentadora frente al desafío del autoexamen. Si antes hubieran mirado hacia sí mismos, tal vez el yo lírico del rabino Salanter habría cambiado el mundo, posiblemente la joven de Treblinka habría llevado otro abrigo, y quién sabe, Caín no habría asesinado a Abel. También el sabio Hilel percibió el sentido de la evolución y la conexión de estas cuestiones cuando primero preguntó: “Si no soy por mí, ¿quién será?” y enseguida “Pero si soy solo para mí, ¿qué soy?” (Pirkei Avot). Percibimos, entonces, que si por un lado una pregunta debe venir antes que la otra, por otro lado, entendemos que una pregunta necesariamente debe llevar a la otra. La mirada hacia uno mismo debe llevar, inevitablemente, al otro. Así, el filósofo Emmanuel Levinas nos enseña sobre la ética de la otredad, y el psicoanalista Sigmund Freud nos recuerda que es en la relación con el otro donde construimos el propio Yo. Cabe señalar que tanto Levinas como Freud vivieron los horrores de la ocupación nazi.
En tiempos de radicalizaciones, no es fácil trabajar en el campo de la educación teniendo como guía cuestiones tan profundas como ayeka y ey ajija. Como nos recuerda Rabí Tarfon: hayom katzar vehamelajá merubá, el día es corto y la tarea es inmensa. Pero si no fuera así, ¿para qué nos necesitarían? Frente a los desafíos de la educación, somos nosotros quienes debemos responder: hineni, y con ello responsabilizarnos por nuestros hermanos. El rabino Simon Jacobson, en su libro sobre las ideas del Rebe de Lubavitch para una vida significativa, se pregunta qué lleva a alguien a elegir convertirse en educador. Jacobson afirma que tratar con alumnos puede ser bastante difícil, y se cuestiona si no sería más conveniente desarrollar una carrera más lucrativa o que ofreciera mayor reconocimiento personal. Ante esto, él mismo responde:
Si la educación fuera solo el proceso de transmitir información, la respuesta a estas preguntas podría ser afirmativa. Pero como la educación es mucho más que eso, como la educación es la propia vida, la razón por la cual debemos enseñar es una extensión directa de la razón por la cual debemos vivir. (...) ¿Qué regalo, qué acto de amor, puede ser mayor que tener la oportunidad de ayudar a formar a una persona para el resto de su vida?
Veo el abrigo de Treblinka como una poderosa metáfora de los posibles fallos en nuestro proceso educativo. Llevar a los jóvenes al otro lado del mundo para que puedan ver con sus propios ojos los horrores del nazismo es sin duda una intervención pedagógica importante. Sin embargo, para que esta intervención, como las demás, sea verdaderamente eficaz, es necesario que vaya acompañada de la capacidad de preguntarse ayeka y ey ajija. Debe ir acompañada de la capacidad de asumir responsabilidades tanto a nivel intelectual, como a nivel práctico, promoviendo cambios en el campo de acción que sean efectivos para el tikun olam, para transformar este mundo en un lugar mejor.