
A pesar de los esfuerzos que realizamos como docentes al planear y llevar a cabo proyectos educativos, pocas veces podemos afirmar que un evento no solo salió conforme a lo planeado, sino que superó nuestras expectativas. Esto no significa que los demás proyectos no cumplan sus objetivos, pero hay ocasiones especiales en que todo parece alinearse: los tiempos, los contenidos, el entusiasmo del alumnado, la participación de los docentes, los materiales, los invitados y, lo más importante, el involucramiento profundo de los estudiantes.
A veces, como si se tratara de una varita mágica, todo fluye. ¿Magia? Por supuesto que no. Detrás hay mucha planeación, colaboración entre áreas, acompañamiento docente y, sobre todo, una conexión genuina con los intereses de los alumnos. Entonces, si todo se hizo bien, ¿por qué no podemos simplemente repetir la fórmula? Porque en educación no hay fórmulas fijas: cada grupo es diferente, cada generación plantea preguntas nuevas, y cada evento educativo debe construirse en diálogo con las personas que lo integran. El éxito no depende del proyecto en sí, sino de cuánto refleja las verdaderas motivaciones de quienes lo viven.
Ahí es donde radica el mayor desafío: poner al alumno en el centro. Escuchar sus intereses, sus preguntas, sus preocupaciones. Preguntarnos constantemente: ¿Qué quiere saber este grupo? ¿Por qué? ¿Qué necesita para formular sus propias preguntas? Esta es, en mi experiencia, la base del trabajo docente: escuchar, motivar, retar y construir desde sus necesidades. El contenido es importante, pero más aún lo es el vínculo que el estudiante puede establecer con ese contenido para hacerlo significativo en su propia construcción identitaria.
En el ciclo escolar 2017-2018, tuve el honor de ser seleccionada para participar en el Legacy Heritage Teacher Institute, dentro de la tercera cohorte del programa. Fue la primera vez que se invitaba a una participante de habla hispana. La consigna era clara: diseñar un proyecto educativo innovador para implementar en nuestras instituciones. A pesar del acompañamiento académico y el valioso apoyo de los organizadores, cada quien debía llegar con una idea propia. Y ahí comenzó el verdadero reto: ¿qué podía proponer que fuera verdaderamente diferente y relevante para mis alumnos?
Inicialmente pensé en diseñar un proyecto que mostrara otras narrativas sobre Israel, distintas a las que los alumnos están acostumbrados a escuchar. Pero pronto me di cuenta de que esa idea partía de mis intereses y no necesariamente de los de ellos. ¿Qué sabían realmente los alumnos sobre Israel contemporáneo? ¿Qué les interesaba? ¿De qué hablaban fuera del aula?
Una experiencia en clase me abrió los ojos. En una sesión del curso de Jidón Tzionut (clase de sionismo e historia de Israel), uno de mis alumnos preguntó: “¿Por qué el director ejecutivo de B’Tselem, Hagai El-Ad, pidió a la ONU tomar acciones contra los asentamientos en Israel?”. Conocía la noticia, pero no había considerado que mis alumnos también la conocieran y mucho menos que les interesara. Al oír la pregunta, varios compañeros se mostraron curiosos y comenzaron a debatir. En ese momento comprendí que, antes de proponer un tema, tenía que detenerme a escuchar. No bastaba con planear un buen proyecto; necesitaba uno que naciera desde los intereses de los estudiantes.
Así surgió la idea del Congreso Sionista Tarbut. El proyecto proponía un espacio donde los alumnos investigaran libremente temas relacionados con Israel que les parecieran polémicos, complejos o relevantes, y luego los presentaran a sus compañeros. Temas como la ley del Estado-Nación, el papel de las mujeres, la relación entre Israel y la diáspora, los dilemas sobre el carácter judío y democrático del Estado, o las restricciones sobre el transporte y la apertura de negocios en Shabat, surgían entre sus intereses. Era un espacio donde podían hablar, preguntar y posicionarse como jóvenes judíos de la diáspora frente a temas que muchas veces no tienen lugar en el aula tradicional.
Una vez finalizadas las investigaciones, los alumnos presentaron sus hallazgos en mesas de discusión abiertas al resto del bachillerato. También participaron shlijim y personal israelí que compartieron experiencias y visiones desde diversas perspectivas. La actividad había comenzado un día antes con la participación del rabino y exministro de Educación de Israel, Shai Piron, quien ofreció una conferencia magistral titulada “El lugar del Estado de Israel entre las naciones”.
El congreso fue un éxito rotundo, medido no solo por la logística o la asistencia, sino por la calidad de los aprendizajes. Los alumnos no solo se informaron: se apropiaron de los temas, los hicieron suyos, debatieron con respeto y profundidad, y construyeron una postura. Días después, los pasillos de la escuela seguían llenos de conversaciones sobre lo discutido. Como maestra, uno de los momentos más conmovedores fue escuchar a los invitados referirse a los ponentes no como alumnos, sino como colegas, como pensadores en formación.
El evento se repitió, en menor escala, al año siguiente. Sin embargo, en años posteriores no se volvió a implementar. Se pensó que los alumnos ya no estaban interesados, pero nadie les preguntó. La falta de seguimiento, sumada a la pandemia, dejó el proyecto en pausa. Y sin embargo, muchos estudiantes aún lo recuerdan como una de las experiencias más significativas de su paso por el colegio.
Desde hace dos años, decidimos recuperar parte de esta dinámica en el marco de Yom Hatzmaut. Como parte de la agenda del día, se reserva una hora para que los alumnos del curso de Jidón Tzionut presenten mesas de discusión sobre temas que consideran importantes. Hoy, por ejemplo, les llaman la atención temas como el antisemitismo (expresado en canciones) o debates sobre si las respuestas del Estado de Israel ante los secuestrados han sido suficientes o desproporcionadas. Aunque este evento no tiene la magnitud del congreso original, mantiene su esencia: escuchar a los alumnos y darles un espacio para compartir sus intereses, motivaciones y aprendizajes con la comunidad escolar.
La educación judía en México, como en muchas comunidades de la diáspora, enfrenta el desafío de formar identidades sólidas, informadas y comprometidas con su pueblo y su historia, pero también críticas, actualizadas y empáticas. Los jóvenes no se conforman con respuestas prefabricadas; de hecho, la imagen de un Israel ejemplar no se corresponde con lo que ellos viven o perciben. Quieren entender, cuestionar, participar. Necesitan espacios donde puedan hablar de Israel desde sus propios contextos, sin miedo a equivocarse, sin temor a no tener todas las respuestas. Necesitan una educación judía viva, que dialogue con el presente y proyecte futuro. Y qué mejor que hacerlo en un entorno protegido como el colegio, donde puedan experimentar, equivocarse y aprender.
Programas como la Maestría en Educación Judía de la Universidad Hebrea de Jerusalén son fundamentales para formar docentes capaces de responder a estos desafíos. Nos brindan herramientas teóricas, metodológicas y prácticas para innovar, reflexionar y construir desde la complejidad. Y, sobre todo, nos preparan para acompañar a nuestros alumnos en la construcción de una relación profunda, crítica y significativa con Israel.