
La educación judía es mucho más que un simple proceso de transmisión de conocimientos: es una experiencia que toca el alma de cada alumno y convierte el aprendizaje en un encuentro profundo con su identidad. La verdadera educación judía no se queda en los cuadernos, deja huella en el corazón, donde florece un compromiso genuino con la tradición, los valores y la espiritualidad que acompañarán al alumno toda su vida.
Actualmente, soy morá en primer grado de primaria (kitá א), enseño tefilá y los jaguim. Cada ciclo escolar representa para mí una experiencia inmensamente gratificante, pues he podido observar cómo mis alumnos no solo crecen intelectualmente, sino también en su desarrollo espiritual y personal. Recuerdo que, cuando llegan a la kitá, son niños pequeños y tímidos, están llenos de emoción pero también de incertidumbre. Es maravilloso ver cómo, poco a poco, ese miedo inicial se transforma en confianza, en alegría por aprender y en orgullo por identificarse como parte de la comunidad de “niños grandes” de primaria.
En la kitá, el aprendizaje no es un monólogo. No soy yo quien dicta una verdad absoluta, sino que instauramos un diálogo vivo y dinámico. Los niños llegan con los ojos llenos de curiosidad y las manos inquietas; ellos reciben nuestras tradiciones, las tefilot y los jaguim, y también las reinterpretan y enriquecen con su propia sensibilidad y forma de sentir. Con cada pregunta espontánea, con cada reflexión que surge durante el estudio de la parashá o en la celebración de una festividad, mis alumnos me invitan constantemente a ver y vivir la educación judía desde una perspectiva fresca y genuina.
La materia “Shorashim” en el Colegio Hebreo Monte Sinaí, en México, es un aprendizaje vivencial que va mucho más allá de la simple adquisición de datos teóricos sobre historia, mitzvot o tradiciones. Su esencia reside en la conexión profunda entre el alumno y su herencia cultural, espiritual y comunitaria. Por eso, se busca que el aprendizaje trascienda los límites de la kitá; se trata de involucrar emociones, prácticas y valores que conforman el día a día de la vida judía y construye su identidad. Cada saber se construye a través de la experiencia: con el corazón abierto, con las manos trabajando, con el canto y la acción participativa.
A diferencia de otras asignaturas, Shorashim fomenta que los estudiantes sean protagonistas activos y no meros receptores pasivos de información. El conocimiento se vuelve concreto y significativo cuando los niños preparan jalá para Shabat, cuando entran a la sucá con entusiasmo, cuando escuchan el sonido del shofar en Elul o cuando realizan maasim tovim para ayudar a quienes lo necesitan. Cada una de estas vivencias actúa como una chispa que conecta el pasado con el presente y siembra en ellos una identidad judía fuerte y firme, que permanecerá intacta a lo largo de sus vidas.
En este proceso formativo, mis alumnos también se convierten en mis maestros. Sin intención o –incluso– conciencia, me muestran que vivir el judaísmo va mucho más allá de cumplir con instrucciones o rituales; implica sentirlo con un corazón abierto y puro. En sus juegos, en la manera espontánea en que me cuentan cómo festejan un jag en casa con sus familias o en la emoción con la que dicen tefilá cada viernes, me enseñan que la verdadera educación judía no se limita a las paredes de la kitá. Incluso como morá, sigo siendo alumna, aprendiendo diariamente de su entusiasmo, de su mirada sincera y de la pureza con la que viven lo que aprenden.
Dentro del colegio, realizamos las festividades de forma que los niños puedan literalmente saborearlas, olerlas, cantarlas y celebrarlas con todos sus sentidos. Al salir de la escuela, estas experiencias se trasladan al entorno familiar, donde los alumnos se convierten en pequeños embajadores de la tradición, contagiando a sus familias el calor y la luz que representa cada jag. Así, la educación no queda relegada a la kitá, sino que se convierte en un puente que atraviesa generaciones, fortaleciendo los lazos comunitarios y familiares.
Cuando se acerca un jag, no nos limitamos a estudiar sus mitzvot y costumbres, sino a descubrir su esencia más profunda. Enseñamos a los niños a comprender que el judaísmo más que un conjunto de actos o normas, es un sistema de significados que responde al “porqué” de cada práctica. Este entendimiento los forma como estudiantes preparados y como seres humanos más sensibles, con mayor capacidad de conexión y compromiso tanto con su herencia espiritual como con el mundo que los rodea.
Comprendí que la educación judía no es un camino solitario que transita solo el maestro o el alumno, sino un recorrido compartido, un diálogo constante y una coaprendizaje que enriquece a todos los que participan. Cada sonrisa que surge en la kitá, cada pregunta curiosa y cada gesto sincero de mis alumnos me recuerdan que no únicamente soy yo quien enseña. Ellos, con su inocencia y la pureza con que viven el judaísmo, se convierten en mis verdaderos maestros. Me muestran que enseñar y aprender son dos caras de la misma bendición y que cada día en la kitá es una oportunidad para crecer juntos.
Como dice el Talmud en el Tratado de Ta’anit 7a: “Más que lo que el maestro le enseña al alumno, el alumno le enseña al maestro”. Esta enseñanza se convierte en la base fundamental de mi vocación y me impulsa a continuar entregando mi corazón en cada clase, sabiendo que el verdadero valor de la educación judía es ese intercambio espiritual que transforma el alma de quienes participan en ella.
“En Shorashim vivimos un auténtico intercambio generacional y espiritual, donde todos crecemos, desarrollamos nuestra identidad y nos transformamos juntos”.